sábado, 26 de julio de 2014

LA TIENDA (De color canela)


porque como la de Bruno Schulz, la nuestra, la de mis abuelos y después de mis padres, a mí se me antojaba de niño un mundo mágico y revelador, un intrincado laberinto de estancias y altillos misteriosos, lleno de tesoros y objetos desconocidos, anaqueles y estanterías y cajones y cajas y vitrinas y mostradores aquí y allá, con botones y ballenas y corchetes y juguetes y abanicos y bañadores y telas y batas y pañuelos y camisetas y guantes y ropa interior de diversos colores, la imponente máquina registradora de los años 20 (que adorna hoy el salón de mi casa) por la que pasó el sustento de tres generaciones (siempre pienso en ello al verla), la de coser, una Singer de rueda y pedal con grabados dorados sobre la que se afanaba sin descanso mi abuela, y la de plisar, aquel armatoste enorme y extraño, reliquia de la revolución industrial, en la que tantas veces ayudé a mi padre (haciendo girar la rueda que movía las prensas), las escaleras minúsculas y empinadísimas de madera que llevaban al piso de arriba, los pequeños pasillos laterales atestados de mercancía, el suelo inestable y chirriante (por no decir peligroso, de frágil y deteriorado y lleno de grietas y parches), el escritorio de mi padre, sus cajones y los mil objetos curiosos, postales y estampitas y sellos y papeles y pisapapeles y cuadernos que guardaba en ellos, el probador, vetusto y decadente, con su enorme espejo anticuado, el cuarto de baño, una odisea de estertores y tuberías, y mi abuela y mi madre y mi padre y mi hermana y las muchas empleadas que por ella pasaron, con Tere, la encargada, a la cabeza, casi una más de la familia (trabajó en la tienda más de 50 años, desde niña hasta que se jubiló, toda una vida) enredando de aquí para allá... qué embeleso el mío entonces y qué extraño universo aquel, cómo me extasiaba contemplando los juguetes y las docenas de cajones de bovinas de hilo y botones de las estanterías, ordenados por tamaños y colores, la puerta corrediza que daba acceso al probador, en la que mi padre nos medía, a mi hermana y a mí, marcando con un lápiz una rayita al ras de nuestros cogotes y anotando al lado la fecha... aquella tienda animada y viva, con alma y tripas y corazón, Corsetería Renedo (aunque era también cordelería y mercería y juguetería y paragüería y qué sé yo qué más), que mis abuelos habían abierto en Ordoño II en los años 20 (cuando esa calle, Ordoño II, hoy la vía principal de León, estaba aún a medio edificar y era considerada de las afueras, de paso para la estación), aquella tienda de color canela en la que me crié, entre las ópticas Vidal y La gafa de oro, donde comencé a observar (a través de mi lente de diamante) y a ensoñar, taller de alquimia, castillo encantado, Casa Usher protectora, piedra filosofal... 

qué dura fue
su caída


Vicente Muñoz Álvarez

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