miércoles, 4 de junio de 2014

DÍAS DE RUTA en QUIMERA


La vida ambulante

Días de ruta
Vicente Muñoz Álvarez
Lupercalia: Alicante, 2014
200 págs.

George Steiner dijo en uno de sus ensayos que el motivo autobiográfico es el menos imitativo, el menos reflejante de las elaboraciones estéticas. Un género sin atributos y abierto a lo espontáneo, que sirve para reconfigurar el presente, aportar y generar realidad. Sin una estructura en la que catalogarlo –¿dietario, prosa poética, crónica?– Días de ruta nos lleva a una lectura poco concentrada, como disuelta: poemas borradores, ideas y ensoñaciones sin contorno visible, estallidos de realidad con un fondo claramente autobiográfico. Poemas que buscan el no estar acabados y cuya continuidad se aprecia sólo asociándose a otros poemas del libro. Son, en cualquier caso, el testimonio de una identidad que fluye y cambia a medida que se escribe sobre ella.

Vicente Muñoz Álvarez (León, 1966) es un escritor considerablemente prolífico, que parece decantarse por apuestas literarias arriesgadas. En 2007 ya publicó la novela El merodeador, un diario sobre los diez años que vivió en casas deshabitadas en pueblos leoneses, una experiencia que le hizo encontrarse con la soledad y el vacío más radicales. Otro, Marginales, aparecido en 2008, es un particular bestiario de cincuenta personajes humanos que sirve de homenaje a la literatura decadentista y simbolista de finales del siglo XIX. Aparte de eso, Muñoz Álvarez ha intentado difundir una poesía radical y diferente. Coordinó, junto con Patxi Irurzun, por ejemplo, la antología poética Resaca. Hank over, un homenaje a Charles Bukowski. Y, entre otras cosas, fundó el sello Vinalia Trippers, que reivindicaba la literatura subterránea, alternativa y que sacó a la luz varios fanzines y pequeños libros de cuentos y poemas en los años 90.

En Días de ruta se hace, como el mismo Muñoz Álvarez recalca, una apuesta suicida por la literatura. Tenemos así una bitácora personal, escrita desde la desesperanza y el pesimismo existencial. Dice Gsús Bonilla en la contraportada del libro que es un ejercicio de escritura autosanador, a través de la confesión y la poesía. Muñoz Álvarez trata de desterrar todo aquello que le oprime y desconcierta, la escritura le supone una catarsis, un modo de exorcizar y expulsar fantasmas, además, por supuesto, de un modo de expresarse y de posicionarse ante el mundo. Narra la desolación, la necesidad de revisar el modelo de sociedad de consumo en que vivimos. De ahí esa cita ineludible de uno de sus referentes, Kerouac: «Como se desgastan las paredes de la vida, como se colapsan nuestras vigas maestras, nuestros tendones». Y seguramente sin proponérselo, en uno de los textos, «Nueva visión», nos presenta una consecuente propuesta de poética: «No perder la capacidad de asombro, no dejarme vencer por el tedio, graduar el punto de enfoque, distinguir bien los colores e interpretar correctamente los gestos, mirar siempre con distintos ojos, con otra visión, es la clave y el sortilegio, concentrarme en la esencia».

En estas páginas está la vida leída e imaginada, el retrato de un itinerario y de una vocación condicionada por el tiempo. Los ciclos de las estaciones en los que se divide el volumen tienen una relevancia especial en Días de ruta, porque ya desde el título se alude a al trabajo de Muñoz Álvarez como representante de calzado (Campañas de Otoño y de Primavera), días que son un paréntesis obligado, una pausa en el oficio de escribir, necesaria (o eso cree) para su propia subsistencia. No es casualidad, a este respecto, que algunos de los textos tengan por tanto las características métricas del haiku, y que Thoreau y Walden sean una constante y un ejemplo de superación. Días confusos, apáticos, de introspección y nihilismo, que contrastan con otros, los que el autor llama de renacer, plenos e intensos, esos en los que todo encaja de nuevo. Días de ruta nace con idea de introducir notas de viaje, entradas vagamente líricas de instantes. Un camino beckettiano, de espera y trance. El escritor decepcionado, superado, en un horizonte de zozobra, atrapado en un camino de baldosas amarillas que no sabe a dónde le puede llevar y que se quedará sentado, en cualquier lugar. Un Godot que camina describiendo las ruinas de una vida posible y real.


Aitor Francos, en Quimera. Revista de Literatura (Nº368, Junio, 2014).



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